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La rebelión de la Caperucita Roja

Por Magela Cabrera Arias**


¿Qué pasa si recorremos la ciudad de Panamá con perspectiva de género? Una mirada profunda sobre el diseño urbano que prioriza las necesidades masculinas y condena a las mujeres. ¿Podemos hacer algo para construir un urbanismo igualitario?.



Ocurrió un viernes de mayo en la noche. En la ciudad de Panamá llovía y la calles estaban oscuras. Ruth acaba de terminar la última clase en la universidad y caminaba, agotada y distraída, por la vía José de Fábrega hacia Transístmica para tomar el bus, tras de un largo día de trabajo y estudio. Pensaba en llegar a su casa cuando, antes de llegar a la parada, tres hombres la rodearon. Inmediatamente, uno la sujetó desde atrás, le tapó la boca y la arrastró fuera de la acera. Los otros reían y la manoseaban, metiendo sus manos por debajo de la falda. Cuando la soltaron y al fin pudo gritar, ellos ya habían cruzado la calle y corrían en dirección contraria a los autos. Muchos días las clases de Ruth terminan así: con acosos en las calles.


—Desde que me pasó eso, me pongo muy nerviosa y a veces hasta me dan ganas de dejar de estudiar —dice varios meses después—. No puedo ir en la mañana porque perdería mi trabajo, tampoco en la noche porque estoy insegura. ¿Qué hago para que no me pase otra vez?


El ataque a Ruth representa una escalada del habitual acoso verbal que sufren mujeres jóvenes y no tan jóvenes de toda clase social cuando circulan por las calles o están en parques y otros lugares públicos. En esos momentos, hay cuestiones que se repiten: siempre hay hombres que las siguen desde un carro invitándolas a irse a la cama con un abanico de comentarios salidos de una porno dura o les lanzan silbidos como si fuesen perros, oscuridad y una ciudad insegura.


¿Por qué diseñamos las ciudades de la forma en que lo hacemos?, ¿Todos las disfrutamos o las sufrimos de la misma manera? ¿Las ciudades son iguales para hombres y mujeres?.


Las ciudades latinoamericanas son más adecuadas para los hombres que para las mujeres, según el Banco Mundial. | Foto: Tova Katzman.


Si miramos las ciudades con perspectiva de género, seremos capaces de percibir problemáticas que, aunque aparecen invisibilizadas, se vuelven evidentes para entender la vida de las mujeres y sus experiencias en la urbe. Así veremos cómo se urbaniza y por qué. Y hasta qué punto el patriarcado ha calado en todas las estructuras sociales, inclusive, en la planificación urbana.


Desde sus más lejanos y humildes orígenes —unos 7 mil años atrás— las ciudades han concentrado recursos y poderes materializándose en escenarios de lucha entre los grupos sociales que ansían controlarlas. Desde entonces, los conflictos de poder existen y se expresan en variadas formas. Por ejemplo, las mujeres sufren la violencia de género resultado de las relaciones de poder basadas en el género tanto en los espacios privados como en los públicos, las ciudades.


El área metropolitana de Panamá, con sus luces y sus sombras, ha crecido descontroladamente de forma estrecha y alargada entre Chepo y Capira hasta ocupar casi 100 kilómetros. Las actividades productivas y reproductivas se sustentan en los servicios e infraestructura pública construidos por los gobiernos. Es decir, el Estado, a través de las inversiones que realiza, determina cómo será la vida que vivimos en los espacios públicos que compartimos. No es lo mismo, por dar un ejemplo, si el Estado hace un parque, una carretera o vende el terreno para inversiones privadas. La distribución del gasto público se dispone en función de una negociación política y no —como muchos ingenuos pensarían— buscando maximizar el bienestar de la población o satisfacer las necesidades de las mujeres y la niñez. Visiblemente, los barrios no reciben los mismos recursos de forma equitativa. A eso se le llama desigualdad territorial.


Ocupamos el espacio en las ciudades de una u otra manera dependiendo del modelo de desarrollo económico que siga el país. En Panamá las políticas fiscales y urbanas tienen un maridaje con las exigencias del mercado. Podríamos decir que vivimos en ciudades neoliberales. Así, son los banqueros y los desarrolladores inmobiliarios quienes han venido dictando las políticas urbanas del país, buscando el mayor beneficio, en contra incluso de sus habitantes.


Los primeros ofrecen hipotecas amparadas en la Ley de Interés preferencial sancionada en 1985 para impulsar la construcción únicamente de la vivienda popular de un costo menor a 20 mil dólares. Lo hacen así: el interés que te cobran por prestarte el dinero para comprar tu casa nueva es menor que el interés para un préstamo comercial o personal y el Estado asume la diferencia —la deuda— para compensarlo por su “perdida”. Desde que se aprobó la ley, la presión del sector constructor ha logrado que el Estado la modifique cinco veces. Actualmente la ley aplica a casas de hasta 180 mil dólares. ¿Casas para la clase popular a más de 100 mil dólares?.


Por otro lado, están los constructores de vivienda popular, a quienes el Estado también les paga en forma de “bono solidario de vivienda”: 10 mil dólares por cada vivienda construida y vendida a menos de 70 mil dólares. Es un subsidio a los constructores. Gracias a este truco que pagamos todos, las viviendas se venden a un precio menor de forma que más personas puedan cumplir los requisitos bancarios y así “encadenarse” a una hipoteca los siguientes 25 o 30 años de su vida.


Los requisitos de estas hipotecas no convienen a las mujeres: piden que la familia tenga al menos dos salarios mínimos. En Panamá, el 34 por ciento de los hogares son encabezados por mujeres y, de esos, el 85 por ciento no tienen un cónyuge. Las jefas de hogar, además, tienen otra traba: trabajan más horas que los varones, pero sus ingresos son 35 por ciento menores, aunque hagan trabajos similares, según el Informe de Desarrollo Humano 2019 del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).


En Panamá, el 34% de los hogares son encabezados por mujeres y, de esos, el 85% no tienen un cónyuge. | Foto: Tova Katzman.


Los promotores inmobiliarios construyen “cajitas de fósforos” —casas minúsculas de 50 metros cuadrados para familias en barrios cada vez más alejados del centro de la ciudad porque allí el suelo es más barato. Ofrecen lugares con nombres de ensueño en las periferias Norte, Este y Oeste de la ciudad de Panamá. El resultado son urbanizaciones dispersas y desconectadas de los servicios de movilidad, educación, salud y recreación y, por supuesto, de los centros de trabajo. Las enormes distancias entre viviendas y servicios afectan a todos, pero sobre todo a los más pobres y vulnerables y más aún a las mujeres, ya que las actividades relacionadas con el trabajo de cuidado a su cargo están distanciadas.


Ambas figuras —bono solidario e interés preferencial— son ejemplos exitosos del marketing solidario, un invento reciente avivado por quienes hacen los negocios para vender gato por liebre.


La ciudad es una geografía de las desigualdades. Algunos barrios disfrutan de parques, rondas de policía y agua cada vez que abren el grifo. Otros deben cerrar calles para exigir el agua que necesitamos para hidratarnos, bañarnos, o lavarnos las manos —esencial para aniquilar al virus en plena pandemia. La ciudad es, también, una muestra de la visión que pretende expulsar a las mujeres del espacio público, acogiendo con cariño al varón.


El tour por la geografía de la ciudad que excluye a las mujeres tiene varias paradas e incluye Pacora, Vacamonte y San Francisco.

Fiel a su modelo económico, la ciudad de Panamá es una ciudad-mercancía, un territorio diseñado para lucrar y no para vivir. Es también un ordenador de roles y de la división de trabajo por género: el hombre en la oficina y en los espacios públicos y la mujer con los niños en la casa, formas definidas según la lógica urbanística habitual.


Aunque en estos tiempos la mujer, además de estar a cargo de los trabajos de cuidado —lo que implica la crianza de los niños y el apoyo en su educación, la preparación de alimentos, la limpieza de la casa y la ropa, el cuidado de los mayores enfermos o con discapacidad—, se gana el pan fuera de casa y también estudia, como Ruth. La diferencia es que antes del triunfo de la ciudad-mercancía, las áreas residenciales estaban próximas a paradas de buses, centros de salud, puestos de policía, tiendas, escuelas, cines, plazas, canchas deportivas y demás servicios que necesitan las mujeres para que los trabajos de cuidado que hace no le roben todo su tiempo.


Las ciudades divididas por funciones —trabajar, vivir, recrearse—, construidas bajo el modelo económico neoliberal y con una organización social que establece el dominio masculino sobre las figuras femeninas, violan los derechos de las mujeres. Ellas soportan una carga de trabajo enorme: el trabajo productivo, el de gestión de la vida cotidiana y el trabajo de reproducción o de cuidado. Según Zaida Muxi, arquitecta y profesora en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona, las ciudades construidas así producen desigualdad e impiden que las mujeres ejerzan sus derechos.


El acoso en los buses y en las calles es cotidiano para miles de adolescentes y mujeres en Panamá y es tolerado como una convención social. | Foto: Tova Katzman.


La división sexual del trabajo que adjudica a las mujeres las labores reproductivas y domésticas provoca consecuencias negativas en la autonomía económica y en el derecho a la libertad de uso del tiempo, nos dice la arquitecta argentina Ana Falú. El origen de esta división del trabajo y sus efectos es explicado por Silvia Federici, historiadora y activista feminista, en su libro Calibán y la bruja: “La caza de brujas, una enorme matanza de mujeres dirigida por los poderes civiles y la Iglesia ha pasado mucho tiempo invisibilizada”. Y ese, agrega, fue “un proceso fundante de la modernidad y de la sociedad capitalista, al desarticular las relaciones comunales y disciplinar a las mujeres para que aceptaran su nuevo lugar trabajadoras invisibles en la producción y cuidado de la mano de obra”. Ese trabajo de cuidado de los/as trabajadores que las mujeres hacen, no se les paga y es la base del capitalismo.


En las ciudades panameñas es evidente cuales son los lugares estipulados para las mujeres y cómo se las expulsa de los espacios públicos. Solo hay que ver la ausencia de baños en los parques, la oscuridad de las calles, las aceras en mal estado y, especialmente, la inseguridad en lugares públicos y el acoso en el trasporte.


De hecho, el desprecio por las necesidades de las mujeres se repite en las ciudades de la región. “Las ciudades latinoamericanas son más adecuadas para los hombres heterosexuales, cisgénero y sin discapacidades que para las mujeres, las niñas, las minorías sexuales y de género, y las personas con discapacidades”, indica el Banco Mundial en el Manual para la planificación y el diseño urbano con perspectiva de género.


Hombres y mujeres usan y se mueven en las ciudades de forma diferente, explica Inés Sánchez de Madariaga —arquitecta urbanista asesora de ONU Hábitat—. Ellos tienen una movilidad lineal —de la casa a la oficina—, ellas se mueven en zig-zag por los trabajos de cuidado que realizan y que les roba todo su tiempo.


Un ejemplo de eso es Yaritzel, a quien le resulta extenuante sincronizar sus obligaciones diarias dentro y fuera de casa con los tiempos y las distancias. Vive un lugar que empezó siendo un asentamiento informal y ahora es un barrio de hileras interminables de casas con techos de planchas de zinc, pocas calles con nombre, polvoriento en verano y enlodado cuando caen aguaceros: Cabuyita, en el corregimiento de Pacora. Si en Cabuyita miras al cielo, entre las nubes preñadas de lluvia veras las “telarañas”—conexiones a la red eléctrica ilegales—. Yaritzel gasta mucho tiempo en diligencias cuando enferma ella o alguno de sus hijos, o cuando va y regresa a buscar medicinas para su suegra en el Seguro Social en calle 17. Lo mismo cuando le toca reclamar en las oficinas centrales del IDAAN, en Vía Brasil, porque la cuenta le llega puntual pero el agua solo cuatro días a la semana, por tres horas y a las dos de la mañana. O cuando acompaña a su cuñada a la Fiscalía Auxiliar en Calidonia a poner una denuncia de violencia cada vez que su marido se emborracha —cada fin de semana— y le pega. O cuando lleva a su hijo con la abuela que vive en Nuevo Tocumen, mientras ella va a planchar a casa ajena desde que su marido Jesús, albañil, no encuentra trabajo.


“El mayor tiempo que las mujeres dedican a las labores domésticas y de cuidado explica la desigualdad en el acceso a trabajos formales”, afirma la Cepal.


Al final del día Yaritzel se siente reventada. Sin muchas opciones para moverse cuando regresa a casa al anochecer, camina. Por seguridad, siempre que puede escoge las rutas bien iluminadas y con mayor tránsito, aunque sean mucho más largas. Pero después de caminar por calle 14 y calle 20, el camino hasta su casa en Cabuyita es bastante oscuro y lo transita con miedo. Esas formas convierten a Yaritzel y muchas otras en “pobres de tiempo”, como diría Ana Falú.


El transporte público en Panamá lo forman el sistema de Metro Bus, los buses piratas y dos líneas del Metro que, aunque mueven cerca de 300 mil personas a diario, no llegan a todos los destinos. Moverse aquí para las mujeres es como cruzar el Niágara en bicicleta, por lo que implica y por el acoso.


Los hombres tienen una movilidad lineal —de la casa a la oficina—, mientras que las mujeres se mueven en zig-zag. | Foto: Tova Katzman.



“Es triste sentir miedo cada vez que tomo el bus”, cuenta E.L., de 18 años y vendedora en El Machetazo de Calidonia que el sábado vísperas de navidad, después de muchas horas de pie atendiendo, subió a un bus para regresar a su casa en Río Abajo. Al ver unos asientos vacíos en las últimas filas —los menos iluminados—, fue, se sentó, apoyo la cabeza en la ventana y se distrajo mirando la gente en la acera. Al compás de la música, el bus se fue llenando y a su lado se sentó un joven delgado con una gorra calada hasta las orejas: “Era de noche, llovía y era bastante tarde. El tipo llevaba su mochila sobre las piernas, estaba inquieto, se movía mucho y parecía incómodo. Me pregunto la hora y le conteste sin mirarlo. Luego, de alguna forma lo vi reflejado en la ventana, se estaba masturbando. ¡Al lado mío y en el bus!”, dice E.L.. Asqueada, dice, se levantó y gritó “¡parada!”.


El acoso en los buses y en las calles es cotidiano para miles de adolescentes y mujeres en Panamá y es tolerado como una convención social. De hecho, en el 2017 cuando una diputada presento para aprobación la Ley contra el acoso sexual se enfrentó contra patrones culturales y burlas que desacreditaron la iniciativa llamándola ñamezura, ese término coloquial con el que los panameños señalan locura.


La Cepal afirma que cuando se tolera el acoso callejero se alimentan conductas dañinas hacia las mujeres y se abre la puerta a formas de violencia más graves. El acoso destruye la seguridad y la autonomía de las mujeres porque si sienten miedo a estar solas en los lugares públicos o a usar transporte público o taxis, se les niega el derecho a vivir con dignidad y a circular libremente.


En Panamá, cada año el feminicidio aumenta: en 2020 fueron asesinadas 31 mujeres, solo por ser mujeres. En el año 2016 murieron 19, otras 18 en 2017, 20 en el 2018, y 21 en el 2019. La violencia doméstica, con mujeres como víctimas mayoritarias, es escalofriante: hubo 12,540 acusaciones entre enero y octubre de 2020, un promedio de 41 diarias. Y las denuncias sobre maltrato de menores de edad fueron mil 872 denuncias, un promedio de seis cada día.


Transformar las ciudades panameñas para que beneficien a todos es un asunto de derechos. Hasta ahora la presencia de mujeres en los procesos de planificación y diseño urbano ha sido muy reducida y hasta el Banco Mundial marcó que apenas el 10 por ciento de los despachos de diseño urbano son dirigidos por mujeres. Esta situación ha contribuido a invisibilizar las necesidades de mujeres, niños y de los más vulnerables.

En camino a la parada del bus, como Ruth, o en el mismo trayecto del bus, como E.L., el acoso y el asecho son permanentes. También en los parques, como le pasó a Keyci un día de pandemia por la tarde, andando en bicicleta en el Parque Omar. Aunque le habían advertido que habían asaltado a varias mujeres allí, hastiada por el encierro y en la hora y día designado, decidió ejercitarse. En el trayecto, y en día de mujeres, sintió una mano sobre las nalgas. Se giro y sobresaltada vio a dos hombres que la seguía en un auto con los vidrios ahumados. El que estaba del lado de Keyci, de unos veinte años, tenía la ventanilla abajo y le gritaba obscenidades. Pedaleo lo más fuerte que pudo y logro alejarse del carro.

El diseño físico de las ciudades define cómo trabajamos, jugamos y nos movemos porque no solo promueve desigualdades, además reproduce los valores que los impulsan. En pocas palabras, puede favorecer la violencia o puede asegurar los derechos de todos.


Vinculado a ello, el Banco Mundial señala varios aspectos en las ciudades que al mezclarse con la desigualdad de género restringen y pone en peligro a mujeres y minorías sexuales. Tres ejemplos: el acceso (utilizar los servicios y espacios públicos, sin limitaciones ni barreras), la movilidad (moverse por la ciudad de forma segura, fácil y asequible) y la seguridad y ausencia de violencia (estar libre de peligro real y percibido en los ámbitos público y privado).


A pesar de advertencias y recomendaciones, en Panamá ninguna ordenanza de planificación urbana —ni el Plan de Desarrollo de las Áreas Metropolitanas del Pacífico y del Atlántico, ni la ley 6 de 2006 de ordenamiento territorial, ni los estudios patrocinados por la Alcaldía de Panamá y el BID, entre 2015 y 2019— incluye medidas para satisfacer las necesidades de las mujeres y de los más vulnerables.

El urbanismo feminista tiene un enfoque interseccional y universal que valora más lo colectivo que lo individual. Piensa las ciudades como lugares de derechos diseñados para la vida cotidiana, orientadas para satisfacer e incluir a todos: mujeres, personas mayores, discapacitados, niños y niñas y considera además la edad, la raza y la orientación sexual. Impulsa ciudades donde las calles no sean lugares de tránsito, sino de encuentro. Donde se incluyen áreas públicas con sombra y belleza, aceras anchas, iluminadas y sin obstáculos, espacios comunes para la socialización en los bloques de viviendas. Un lugar donde todos los usos de la ciudad están distribuidos en el territorio e integren las funciones de producción y reproducción para la felicidad de sus habitantes.


* Esta historia fue editada por Guido Bilbao en el marco del taller Pensar el futuro/Contar Panamá, de Concolón en alianza con Ciudad del Saber, CREHO, PNUD Panamá y CIEPS.


**Este artículo fue publicado en marzo del 2021, en la Revista Concolón: historias jamás contadas: https://www.revistaconcolon.com/2021/03/18/la-rebelion-de-caperucita-roja/


Magela Cabrera Arias | Es parte de la Red Mujer y Hábitat, arquitecta y catedrática en la Universidad de Panamá, a Magela le fascinan las ciudades porque un buen diseño urbano puede hacer más felices a las personas. Como territorio de convivencia, para Magela la ciudad es un hogar donde forjar identidad, disfrutar de la naturaleza y la cultura. También es un espacio donde se evidencian desigualdades, injusticias y el machismo. Sobre eso escribió en 'La rebelión de Caperucita Roja'.

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